Si en mi barrio lloviera chocolate, todos querríamos salir a la calle. Llovería de muchos tipos y colores: chocolate blanco, chocolate negro, con almendras...
La gente recogería un poco en cubos para cuando dejase de llover. Los niños harían casitas de chocolate, aunque cuando el sol llegara y los niños se levantaran por la mañana la casita ya no estaría, solo habría un charco gigante de chocolate.
Se necesitarían miles de lavadoras para lavar toda la ropa que los niños habían manchado.
Los perros en invierno se quedarían en su camita viendo por la ventana a los niños jugar y mancharse, los perros prefieren quedarse en su camita junto a la chimenea.
Los abuelos y las abuelas disfrutarían viendo a los niños, mientras están debajo de una sombrilla que habrían encontrado en su trastero para refugiarse del frío y del chocolate. Sin duda una experiencia que nunca olvidarían.
En el kiosco estarían los padres y las madres con los niños pequeños, que mirarían con ojos como platos la montaña de chocolate que se había formado en el tobogán, donde los adolescentes jugaban con sus skates y sus móviles.
Una madre le gritaría a su hijo que no se manchara mucho.
En las terrazas de los bares dos mesas con cinco adultos una y cuatro adultos otra.
El colegio estaría cerrado con sus clases frías y su patio cubierto de chocolate casi congelado.
En verano los pies se te hundirían en el chocolate y si por la noche te dejabas la ventana abierta cuando te despertaras por la mañana tendrías un olor a chocolate caliente.
Vendrían muchísimos turistas a nuestra súper piscina de chocolate con flotadores de donut.
Habría mucha gente en la puerta de la iglesia para la boda y los niños se pondrían debajo del tejado para que les cayese una súper ración de chocolate.
Cuando el chocolate se fuera, los niños estarían muy tristes porque ya se habían acostumbrado a eso. Sería una experiencia que nunca olvidarían y así años después podrían contarle a sus nietos esa maravillosa historia.
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